Sólo cambiando el sistema, podemos cambiar la producción
Aportación a las III Jornada sobre el Nuevo Modelo Productivo
Las condiciones de existencia de la clase trabajadora se han
deteriorado de forma profunda; el paro masivo, los desahucios, peores
condiciones laborales, precariedad, disminución de las prestaciones
públicas en sanidad o educación… Y, al tiempo, una degradación de la
naturaleza en progresión geométrica que amenaza las condiciones de
habitabilidad del planeta. ¿Cuáles son las causas de esta situación con
efectos catastróficos similares a los de una postguerra, que se
extienden por encima de todas las fronteras? ¿Cuál es la alternativa?
El diagnóstico es determinante para diseñar una alternativa. Si
pensamos que los capitalistas están “mal organizados” o “mal
aconsejados”, pero que el sistema puede funcionar dando satisfacción a
las necesidades básicas de la humanidad, la alternativa, lógicamente, se
fundamentará en ofrecer una corrección de los “defectos” del sistema.
En definitiva, mantener las relaciones de propiedad de la sociedad
capitalista variando el énfasis de las políticas que se practican, es
decir un “nuevo modelo productivo”, dentro del viejo modo de producción
capitalista.
Esta es la vieja quimera que siempre ha defendido la
socialdemocracia y en ella se han basado todas las quimeras capitalistas
de “la sociedad del ocio”, “el Estado del bienestar”, “el capitalismo
popular”, o tantas otras maneras de intentar disfrazar la realidad de la
brutal explotación de la mayoría de la humanidad, la clase trabajadora,
por parte de una minoría, propietaria de los medios de producción.
Este sueño imposible, tuvo su expresión en el período posterior a la
IIª Guerra Mundial, en una pequeña parte del planeta, pero la crisis
orgánica de sobreproducción cuyas terribles consecuencias estamos
padeciendo, ha puesto al descubierto la incapacidad del modo de
producción actual para conciliar los privilegios de la burguesía con el
bienestar de la mayoría de la población y los recursos de la naturaleza.
Al contrario, ha dejado en evidencia lo que siempre hemos sabido: su
riqueza es nuestra miseria. Son las dos caras de una misma moneda, se
enriquecen destruyendo las dos fuentes de la riqueza: el trabajo humano y
la naturaleza.
En definitiva, lo que esta crisis pone de manifiesto es el
agotamiento de un sistema económico, de un modo de producción, de unas
relaciones de propiedad, en las que se ha basado lo fundamental de la
economía de las sociedades humanas en los últimos siglos.
Todo cambio determinante de nuestras condiciones de vida pasa por
cambiar esas normas, por alterar las relaciones de propiedad, pues sólo
así se podrá establecer armonía entre los intereses de los propietarios
de los medios de producción y los intereses de la mayoría de la
sociedad, al unir las decisiones sobre la propiedad, la producción, la
distribución, el intercambio y el consumo en las mismas manos.
Pretender un cambio de modelo productivo, dentro del capitalismo es
el intento de hacer retroceder la historia a “los buenos viejos tiempos”
de la socialdemocracia europea. El pasado no volverá, nuestra tarea es
construir un nuevo sistema.
El problema se llama capitalismo
Sin embargo, a la izquierda le sigue costando llamar a las cosas por
su nombre, y eso que cada vez es más claro que esta sociedad capitalista
no funciona y no ofrece un futuro a la mayoría de la población, en
particular, a la clase trabajadora. ¿Cómo se puede crear empleo para
todos, con salarios y condiciones de trabajo dignas, garantizar unos
servicios públicos adecuados y evitar el expolio del medio ambiente?
Cambiar el “modelo productivo” se ha convertido en la respuesta que nos
llega desde las cúpulas sindicales y desde muchos ámbitos, pero eso es,
ni más ni menos, lo que siempre fue el eje de la política
socialdemócrata, aceptar las reglas del juego, intentar construir un
“capitalismo con rostro humano”.
En una sociedad capitalista el modelo de producción lo determinan los
intereses de los propietarios de los grandes medios de producción y la
competencia entre ellos por el máximo beneficio en el plazo más breve
posible. Es el momento de defender que, ahora, la alternativa es una
economía socialista.
Nos basta un ejemplo muy sencillo para ilustrar esta tesis: la
energía. Las grandes empresas energéticas no pueden permitir “un modelo
productivo” en su sector que escape a su control.
A diferencia de las
fuentes tradicionales de energía, fuertemente centralizadas y producto
de grandes inversiones, las energías renovables son susceptibles de una
gran descentralización, dando opción incluso a instalaciones
individualizadas, que romperían totalmente el monopolio de la gestión de
un sector que da enormes beneficios a sus accionistas como se ha
demostrado recientemente con el reparto en Endesa de un dividendo de
14.605 millones de euros el próximo 29 de octubre, que supone un récord
en la historia de la Bolsa española.
Es evidente que gracias al desarrollo de la tecnología hoy estamos en
condiciones de disponer de “un modelo productivo energético” no sólo
mucho más descentralizado, sino mucho más democrático y mucho más barato
que el que nos impone el oligopolio de turno. Pero es bloqueado por
aquellos que detentan la propiedad de las grandes empresas del sector.
Son pocos, pero pueden imponer su “modelo productivo” en la medida que
tienen la propiedad y el control de los recursos productivos.
Por eso,
para lograr otro modelo energético, las grandes compañías del ramo deben
ser nacionalizadas y puestas bajo control democrático, no para seguir
usándolas con el mismo criterio que sus actuales propietarios privados
sino para poner por delante los intereses de la mayoría de la sociedad y
transformar la forma de producir y usar la energía que hoy existe.
La energía sólo nos ofrece un ejemplo que es extrapolable a los
principales sectores de la economía.
El “modelo productivo”, la forma en
que se utilizan las fuerzas productivas, sus características, está
condicionada directamente por los intereses de sus propietarios y su
objetivo de obtener el máximo beneficio en el menor tiempo posible. Los
capitalistas no pueden evitar actuar así, pues el comportamiento de las
empresas no responde a la codicia o personal —independiente de que ésta
abunde—, sino a una ley coercitiva de la que no pueden escapar: la
competencia.
Las más rentables atraen más capitales, las menos se
hunden.
Si queremos cambiar las reglas del juego, no hay más opción que
cambiar las relaciones de propiedad. Mientras la burguesía mantenga la
propiedad privada de los medios de producción, el objetivo será el
beneficio privado, a cualquier precio. Todo “modelo productivo” del modo
de producción capitalista mantiene las decisiones vitales de la
economía fuera del control democrático.
La mano invisible del mercado existe, pero no funciona como dicen los
economistas neoliberales: “buscando el máximo bien personal, el
capitalista lograría el máximo bien social”. En realidad, tiene el
efecto contrario: la búsqueda del máximo beneficio privado, acaba
acarreando el máximo perjuicio social.
He ahí el ejemplo del sector
financiero, dónde el máximo beneficio para sus accionistas y directivos
durante los años del auge ha supuesto el agravamiento de la crisis y el
rescate bancario con dinero público.
Los economistas “de cátedra” suelen despreciar un factor determinante
de la economía: la lucha de clases. Lo que determina una política “más o
menos social”, no es la teoría económica, sino la correlación de
fuerzas entre las clases. El keynesianismo fue producto de su época, de
la amenaza real de la revolución, de la existencia de la URSS, de la
revolución colonial, de una clase obrera organizada.
Y toda la
política actual de agresión, no se debe a conspiraciones o sesudos
razonamientos de los think-thank de la burguesía, sino a la derrota de
la clase obrera en occidente, al hundimiento del mal llamado “socialismo
real” en la URSS y China y, en definitiva a que la izquierda ha
renunciado a luchar por el socialismo, a explicar la necesidad de un
nuevo modo de producción socialista y resignarse a reformar el
capitalismo con un “nuevo modelo productivo”.
Una crisis de sobreproducción
La gran paradoja del capitalismo es que, a pesar de tener las mayores
fuerzas productivas de la historia, no puede aprovecharlas sin provocar
un desastre social ni medioambiental. Estamos ante una crisis de
sobreproducción, que se manifiesta principalmente en forma de un exceso
de capacidad productiva instalada, más que en un exceso de mercancías
sin vender.
Aunque eso sí sucede con la vivienda, donde hay una enorme
bolsa de vivienda vacía imposible de vender.
La sobreproducción es un mal crónico que va necesariamente acompañado
de un desempleo permanente y de una precarización cada vez mayor de los
que tienen empleo.
La manera en que el capitalismo trata de resolver esta
sobreproducción es destruyendo parte de las fuerzas productivas,
buscando nuevos mercados y explotando más intensamente los que tiene. Y
eso está haciendo. Destruye medios de producción y puestos de trabajo.
Utiliza el desempleo para imponer condiciones de explotación más
intensas a los trabajadores. Crea nuevas esferas de negocio privatizando
más servicios públicos vitales y trata de exportar más.
Al mismo
tiempo, se asegura de tener el apoyo del aparato del Estado para sanear
los bancos y subvencionar a las grandes empresas —cuyos intereses son
inseparables—, a costa de recortar los gastos sociales.
Eso ya sucedía en la época de auge, en la que crecían las
desigualdades porque se reducía la participación de los trabajadores en
la renta nacional. Ese empobrecimiento se compensó durante unos años con
el recurso del crédito: las viviendas eran más caras que nunca pero
podías acceder a base de hipotecarte para toda la vida. La crisis ha
truncado las esperanzas de millones de familias trabajadoras.
La crisis que enfrentamos no se resuelve sólo con cambios políticos
sino que son necesarios cambios sociales. No se puede separar una
revolución democrática de una revolución social, una transformación
socialista. No se puede cambiar el modelo productivo sin cambiar el
sistema productivo. El antiguo presidente socialista francés, Lionel
Jospin, ya acuñó un aforismo que expresa bien el intento de tener un
capitalismo de rostro humano: “economía de mercado sí, sociedad de
mercado no”. La mayoría de la izquierda ha tendido a aceptar el mercado,
como indiscutible.
Lo único que hace falta es regularlo. Pero quien
manda en la sociedad es el que tiene el control de las fuerzas
productivas: quien domina la banca, las grandes industrias y la tierra,
decide la política, y no al revés. La socialdemocracia ya lo intentó y
sabemos dónde ha terminado. Zapatero llegó a reconocerlo, “pensábamos
que íbamos a cambiar los mercados y los mercados nos han cambiado a
nosotros”.
Esperando a Marshall...
Y es que, en la medida que hablamos de una crisis de sobreproducción,
estamos diciendo que no es un problema de falta de recursos ni de
medios. Existen más que suficientes para que toda la población mundial
tenga unas condiciones de vida dignas, pero ¿cómo utilizarlos para
resolver los problemas que sufre la mayoría de la sociedad? La
Confederación Europea de Sindicatos ha propuesto un “Plan Marshall” para
Europa. Ignacio Fernández Toxo, a la sazón secretario general de CCOO y
de la CES, lo defendía señalando que “España necesita una profunda
transformación de su modelo productivo”
La propuesta del CES recoge que, “en Europa Occidental, 27 billones
de euros en activos monetarios contrastan con el menguante número de
opciones de inversión seguras y rentables: esta situación entraña la
gran oportunidad de redirigir el capital disponible en Europa a las
inversiones que apuestan por su futuro. A este efecto, el “Fondo para el
Futuro de Europa” emitiría, de forma similar a una empresa o un Estado,
bonos con intereses que denominamos “bonos New Deal”.
De este modo, los
inversores dispondrían finalmente de opciones de inversión buenas y
seguras, y la Unión Europea garantizaría la financiación de esta
ofensiva de modernización”. Según el documento, se trataría de “imponer
reglas y ofrecer orientación política al mercado, y, en este sentido,
dirigir también las inversiones privadas a proyectos de futuro con
carácter innovador”, puesto que las “clases sociales con mayor capacidad
financiera y las regiones con mayor poder económico deben contribuir en
mayor medida a la financiación de las inversiones de futuro que
aquellas otras con menores capacidades”.
Pero esta propuesta está abocada al fracaso. Pretender canalizar la
inversión privada en políticas sociales y en el desarrollo de un nuevo
modelo productivo, convenciendo a los capitalistas de que será lo más
rentable para ellos y para la sociedad, no puede funcionar. En realidad,
los capitalistas ya están tomando las medidas para que invertir en
Sanidad o Educación sea rentable para ellos. ¿Cómo? Desmantelando los
sistemas públicos de salud y enseñanza.
Si decimos que la base del
capitalismo es la explotación de los trabajadores y de los recursos
naturales, no es por un prejuicio ideológico sino porque así es. Si no
¿cómo explicar que en plena crisis crezca la riqueza de la burguesía
mientras se empobrece el conjunto de la clase trabajadora? Sus
beneficios son nuestra miseria.
La competencia por el mercado exterior
Uno de los recursos típicos para “mejorar” el capitalismo, por parte
de quienes defienden el “nuevo modelo productivo”, es ganar cuotas de
mercado, a través, sobre todo, de mejorar la competitividad de las
empresas. En su buena voluntad, proponen que esto no se base sólo en la
explotación de los trabajadores de esas empresas, sino que ponen el
énfasis en fomentar aspectos de I+D+I, en la cualificación del trabajo y
en la colocación en el mercado de productos con menos horas de trabajo
(es decir mayor productividad), mejorando las exportaciones.
¡Claro, este es el sueño de todo capitalista! Ya que la competencia
(lo contrario a la planificación) es el mecanismo de funcionamiento de
la economía de mercado. Pero ese deseo, al igual que el de que “mis
trabajadores ganen poco, para no dañar mis beneficios, pero los demás
que ganen más para poder comprar lo que yo fabrico”, no es más que la
expresión del callejón sin salida al que nos conduce la economía de
mercado.
Lo primero es que eso lo intentan todos, luego no todos pueden ser
los ganadores y parece que otros países capitalistas le llevan mucha
ventaja a nuestra clase dominante, pero lo segundo, y más importante, es
que nosotros, como defensores de otros valores y otro modelo de
sociedad, no podemos defender las consecuencias de esa política de
competitividad y conquista del mercado.
El aumento de la competitividad del capitalismo español se hace a
costa de los niveles de vida de la clase obrera de los países con los
que competimos y del nuestro propio.
Lo convertimos, si le damos nuestro
apoyo, no sólo en una competencia entre capitalistas, sino en una
competencia entre la clase obrera de esos países; “empresarios y
trabajadores españoles juntos, con un interés común”, contra
“empresarios y trabajadores alemanes, o griegos, o italianos, o rumanos…
también con un interés nacional común”. ¡Qué disparate! Marx y Engel,
ya en el Manifiesto Comunista, explicaron que el sistema de trabajo
asalariado tiene su fundamento en la competencia entre los trabajadores,
y que la tarea histórica para transformar la sociedad es llegar a
defender los intereses comunes de la clase obrera, frente a sus
explotadores, por eso la primera gran consigna de los defensores del
socialismo fue: ”Trabajadores del mundo uníos”.
Hoy, esa consigna
adquiere un significado más urgente que nunca.
No hay un capitalismo “bueno” y otro “malo”
Es común contraponer un capitalismo especulativo, financiero, a otro
productivo. De hecho, el crecimiento del peso específico del sector
financiero en la economía se suele relacionar directamente con la
eliminación o reducción en el control de las entidades financieras que
propiciaron Thatcher y Reagan en los años 80 y primeros de los 90, y de
ahí se plantea la conclusión que la causa de nuestra situación son las
política neoliberales. No cabe duda de que la política neoliberal
propició esa hipertrofia financiera, pero estamos invirtiendo los
términos de la realidad.
Las políticas neoliberales se imponen, a través
de la derrota de la izquierda y del movimiento obrero, porque eran las
políticas que objetivamente mejor le venían al capitalismo, y no al
revés.
La llamada financiarización de la economía es, en primer lugar, el
producto de la dinámica interna del capitalismo. Las políticas
neoliberales estimulan el fenómeno, pero no lo crean.
La razón principal
es la caída de la tasa de ganancia en la inversión productiva, una
tendencia que reaparece constantemente en el capitalismo, que también lo
hace en las etapas finales del auge posterior a la segunda guerra
mundial.
De ahí la época de crisis que caracteriza los años setenta y
primeros ochenta, a pesar de que las políticas dominantes hasta que se
desató la crisis en aquellos momentos eran keynesianas. Pero también
fracasaron.
Esa pérdida de la rentabilidad en la inversión productiva en los
países capitalistas más desarrollados estimula la búsqueda de nuevas
fuentes de rentabilidad en el sector financiero. Y a eso se une la
acumulación de una gran cantidad de riqueza durante los años del auge,
sobre todo en los segmentos sociales medios y altos, y en las grandes
empresas no financieras. Obviamente, son los sectores de la burguesía
más ricos los que dominan el conjunto del ahorro en su propio beneficio.
Todo eso crea las condiciones para el desarrollo exponencial del
sector financiero, con una gran cantidad de dinero en búsqueda de
acciones y productos financieros que les den rentabilidad, y supuso, que
las cuestiones financieras (los tipos de interés, la estabilidad
monetaria, los productos financieros…) se convirtiera en una cuestión
decisiva para las grandes empresas y para el sector más rico de la
sociedad, cuya prioridad era garantizar el valor de su riqueza
monetaria.
Desde entonces se dispara el volumen del sector financiero,
de los grandes grupos de inversión, de la ingeniería financiera,
elevando el uso del crédito hasta la enésima potencia, siendo un factor
que ha introducido mucha más inestabilidad en el capitalismo,
estimulando los auges y agravando las crisis, aunque no creándolas.
De igual forma que el neoliberalismo no crea esta realidad, sino que
responde a ella, acabar con la financiarización de la economía y sus
consecuencias no se puede resolver con más controles sobre los bancos
privados y las entidades financieras privadas, sino acabando con la
propiedad privada de dichas entidades y poniendo la gestión de los
ahorros de la sociedad en manos públicas y bajo un control democrático.
La clave está en cambiar las relaciones de propiedad
Sin embargo, ahí no se acaba la cuestión. El sector financiero no
crea ni un átomo de riqueza, sino que se limita a extraer sus intereses
de la economía real, mediante la explotación de los trabajadores y de
los recursos naturales. Y la clave está en la socialización de los
grandes sectores productivos.
El mejor testimonio de que la riqueza no nace en los bancos, aunque
sean los banqueros los que se apoderen de la mayor parte de ella, es que
todos los planes de rescate bancarios van vinculados a reformas
laborales y a planes de “consolidación fiscal”, que es el eufemismo
empleado para referirse a los recortes del gasto social, a las subidas
de impuestos para los que menos tienen y a las bajadas para los que más
tienen.
Todas las medidas que plantean las instituciones (FMI, Comisión
Europea, etcétera) y los gobiernos, van dirigidas a incrementar la
explotación de los trabajadores y los recursos naturales, a fin de
recuperar la tasa de ganancia. Es decir, que ahora los trabajadores y la
naturaleza tendrán que garantizar con su sudor y su expolio, no sólo la
rentabilidad del capitalista, sino el pago de las deudas acumuladas
durante los años de auge.
Un gobierno de izquierdas que quiera garantizar pan, empleo, techo y
servicios públicos a toda la sociedad, debe plantear medidas de carácter
socialistas desde el primer momento. Medidas como la reducción de la
jornada laboral sin disminución salarial, la anticipación de la edad de
jubilación, el acceso a la vivienda para todos, una sanidad y una
educación pública universales, un servicio público de dependencia,
etcétera, sólo pueden garantizarse si la mayoría de la sociedad tiene el
control de las grandes fuerzas productivas.
Una reforma fiscal, por si sola, si los sectores estratégicos de la
economía siguen estando en manos privadas, será incapaz de dar la vuelta
a la situación.
Hemos de ser conscientes de que cualquier gobierno
de izquierdas, desde el ámbito municipal al Estatal, pasando por las
autonomías, se verá obligado a declarar una moratoria inmediata en el
pago de la deuda y forzar una quita drástica de la misma, tras una
auditoría. Si no lo hiciera, estaría incapacitado para abordar las
políticas sociales que son necesarias, y condenado a enfrentarse a la
mayoría de la sociedad y a decepcionarla.
Pero el impago de gran parte de la deuda, —o mejor dicho, forzar que
la pagasen los que más tienen: grandes accionistas privados y
acreedores—, no sería viable si, al tiempo, no se nacionalizan los
sectores estratégicos de la economía: la banca, las grandes
corporaciones y los grandes latifundios.
Ahora, el Estado es prisionero del sistema financiero, al cual no
puede permitir quebrar sin ser arrastrado él mismo al desastre. Sanear
el sistema financiero, acabar con su sobredimensión y convertirlo en una
administración racional de los ahorros de la sociedad con una finalidad
social, solo es posible si se transforma en público. El propio sistema
financiero privado sería inviable sin el respaldo público y las
millonarias ayuda públicas. Por tanto, debe de ser público.
Planificación democrática de la sociedad en lugar de mercado
Muchos reclaman que se saquen del mercado recursos tan importantes
como la tierra cultivable, los mares, la vivienda, etcétera. Sin
embargo, lo que debemos hacer es sacar el núcleo de la economía del
mercado. Sólo a partir de transformar en público el corazón del sistema
productivo se puede pilotar un cambio que ponga la economía al servicio
de la sociedad y no al revés, como de hecho sucede ahora. Se trata de
poner en marcha una planificación democrática de la economía y, a partir
de lo que existe, reformar el sistema productivo para reducir
drásticamente las desigualdades sociales, hasta su desaparición, y tener
en cuenta los límites de los recursos naturales.
Entonces, lo que la sociedad debe hacer es tomar lo que ya existe y
transformarlo. El propio desarrollo de la economía nos ofrece los
mimbres para hacerlo. La experiencia ha demostrado que suministrar agua o
atender la salud se puede hacer desde el sector público mejor que desde
el privado.
Pero eso es extensible a todos los grandes sectores
productivos: metalurgia, transporte, comunicaciones, constructoras,
química, distribución, etcétera.
¿Qué son las grandes empresas? Son una minoría del total pero mueven
la parte decisiva de la economía. Millones de trabajadores y una
producción vital para la sociedad, porque determinan totalmente la
producción, las prioridades económicas y las condiciones de vida de
todos. Es ridículo hablar de libre competencia en este terreno, son
oligopolios controlados por una minoría de grandes accionistas y
directivos con un único objetivo: la máxima ganancia. ¿Qué ciudadano
puede crear una petroquímica para competir con Down o con Repsol?
El reconocimiento de su magnitud social lo hace, sin intención, el
propio sistema cuando las salva y sostiene con dinero público. El
capitalismo no podría subsistir sin la intervención del Estado, su
Estado. Pero esa situación no hace sino reflejar la madurez de las
fuerzas productivas para pasar a ser propiedad social, para su gestión
pública y democrática por parte de sus trabajadores y de la sociedad.
Nuestro objetivo es sustituir el mecanismo de mercado, con sus crisis y
anarquía, por una administración colectiva y democrática de las grandes
fuerzas productivas.
Es cierto que la experiencia de la URSS fracasó. De ella hemos
aprendido que no basta con nacionalizar las fuerzas productivas, que
además, hay que garantizar el control democrático de las mismas para
evitar que surja un monstruo burocrático que ahogue la economía y a toda
la sociedad.
Tendremos que garantizar el control real, cotidiano de las
empresas, la eliminación de privilegios salariales, la limitación de
mandatos en los puestos directivos, igual que en el resto de la
sociedad.
Sin embargo, las condiciones materiales actuales son muy distintas de
las de 1917. Rusia era un país enormemente atrasado en el que los
propios comunistas creían imposible que el socialismo triunfara si no se
extendía la revolución a escala mundial. Hoy disponemos de la base
material para hacer posible otra sociedad. La enorme productividad del
trabajo y la incorporación al trabajo de millones de asalariados que hoy
están condenados al paro y al subempleo perpetuo, permitiría
generalizar una jornada laboral reducida de tal forma que la
participación en el control de la sociedad, en la actividad política en
el mejor sentido de la expresión, sería algo al alcance de todos.
Las
largas jornadas de trabajo son un obstáculo a la participación
democrática de la sociedad, que ahora es posible eliminar.
Y, además, las tecnologías de la información y comunicación
permitirían interconectar toda la economía y harían posible que la
población pudiera participar con información suficiente en la toma de
decisiones. Los mismos mecanismos que hoy utilizan las grandes empresas
para su gestión interna y los sistemas financieros para dominar el
conjunto de la economía, servirían al conjunto de la sociedad para
controlar y determinar el uso de las fuerzas productivas.
Existen las condiciones para, en lo que a los grandes sectores
productivos se refiere, sustituir el mecanismo de mercado para la
asignación de los recursos por una planificación, por una administración
racional y social de los recursos.
Con una columna vertebral económica pública que administre
racionalmente los recursos la democracia podría entrar en la economía,
el mercado iría quedando relegado a un papel cada vez más secundario en
ella. Las pequeñas empresas y, sobre todo, las cooperativas podrían
florecer en esas condiciones. La economía, coordinada a gran escala,
debería ser enormemente descentralizada.
La competencia entre países por
cuota de mercado, la expoliación de las personas y los pueblos, podría
ser sustituida por la cooperación en beneficio mutuo. Dejaría de tener
sentido producir muchos productos a miles de kilómetros del lugar de uso
final, por la única razón de que la mano de obra es más barato y los
costes de transporte no tienen en cuenta ni el derroche de recursos no
renovables ni la contaminación.
La obsolescencia programada o las
patentes desaparecerían.
La producción de armamento sería innecesaria y
la producción de bienes de lujo también. Lo decisivo es que las personas
podríamos, por fin, decidir racionalmente, con criterios de beneficio
social y a largo plazo, el funcionamiento de las fuerzas productivas.
Lo que hace avanzar la historia es la lucha de la clase ascendente
frente a la clase social decadente que posee en sus manos los recursos
de la riqueza y al tiempo las constriñe a las caducas normas de su modo
de producción, evitando que sean puestas al servicio de la mayoría.
Nuestra tarea no es el absurdo propósito, como lo calificó Marx, de
poner freno a la historia, sino de llevar esa lucha a su culminación
para superar esas trabas y comenzar la verdadera historia de la
humanidad sobre las bases de la propiedad pública de la economía y la
planificación democrática de los recursos.
Octubre 2014.Alberto Arregui (Miembro de la Presidencia
Federal de IU); Víctor Domínguez (Miembro del CPF IU por Alicante);
Domingo Talens (Miembro de la CE de IUN-NEB); Javier Jimeno (Miembro del
CP IUN-NEB); Jordi Escuer (Miembro de la Presidencia de IUCM); Pablo
Hijar (Miembro del CP de IU Aragón); Juanjo Vallejo (Coordinador de
EA-IU Araba); Sergio Sánchez (Miembro del CP IUSevilla-Coordinador de IU
Bollullos de la Mitación); Jesús María Pérez (Miembro del CP IUCM).
http://ahoraonunca.info/debate/14-ahora-economia-socialista